El cristianismo es una rama de judaísmo; eso es obvio: Jesús era un judío devoto. Pero al separarse la sinagoga y formar un cuerpo diverso al judío, comenzó a experimentar ciertos cambios en su posturas. Una de ellas fue la representación iconográfica de la divinidad.
En el judaísmo está taxativamente prohibido representar imagen alguna, como se lee en el texto del Éxodo 20.4: “No te harás estatua ni imagen alguna de lo que hay arriba, en el cielo, abajo, en la tierra, y en las aguas debajo de la tierra. No te postres ante esos dioses, ni les sirvas, porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso. Yo pido cuentas a hijos, nietos y biznietos por la maldad de sus padres que no me quisieron.” El mandato es claro. Pero 5 capítulos más tarde, en el mismo libro del Éxodo leemos: “Así mismo, harás dos querubines de oro macizo, y los pondrás en las extremidades de la cubierta. Pondrás un querubín a una extremidad, y el otro en la otra; formarán un solo cuerpo con la cubierta, a sus dos lados. Los querubines extenderán sus alas hacia arriba y sus alas cubrirán el Lugar del Perdón. Estarán de frente el uno al otro y sus caras mirarán hacia el Lugar del Perdón. Lo pondrás sobre el Arca, y pondrás dentro de ella el Testimonio que yo te daré.”
Y así, en infinitos lugares de la Biblia, se hacen imágenes, como cuando Dios manda a Moisés a hacer una serpiente de bronce. La diferencia con el paganismo es que para las religiones de oriente de aquellos tiempos, la divinidad era la estatua. El dios era la escultura, el dios moraba dentro de la escultura, por eso los egipcios debían lavar todos los días las esculturas de sus dioses y ofrendarles comida, porque esa escultura de arcilla o piedra era el mismo dios.